Siguiendo al conejito blanco...


No es fácil creer en las hadas hoy en día. Conforme pasan los años, la ingenuidad cede a la experiencia y a la razón, como si el mundo en el que vivíamos se nos hubiese quedado pequeño y tuvieramos que renunciar de todas aquellas cosas que parecen no valer la pena.

Poco a poco los bosques dejan de susurrar voces fantasmales con el viento, los trolls se aburren de acechar debajo de los puentes, los gnomos dejaron de refugiarse de la lluvia bajo las setas silvestres y los conejitos blancos ya no parecen llevarnos a ningún lugar de interés. Los sueños ahora se llaman ondas delta, las estrellas fugaces no son más que fragmentos de roca en desintegración, lo invisible símplemente no existe y la imaginación es sólo producto de la inmadurez. Olvida todo lo que leíste sobre castillos y dragones, muertos levantándose de sus tumbas y manzanas enveneadas, pues de ello depende que te conviertas en alguien de provecho o en un lunático sin futuro.




Creí haber cerrado la puerta a lo intangible hace demasiado tiempo. Pero por suerte, hace no mucho, volví a sentir la ficción enredándose con mi realidad. Puede sonar ridículo pero ahora, más que nunca, vuelvo a creer en las hadas. Y es que hará casi un año, entre las oscuras sombras y la música atronadora de un bar nocturno, conocí a una que, desde entonces, pinta mis días de azul intenso.

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